Aquella tarde era distinta. La primavera se hacía presente en cada flor llenando el lugar de múltiples colores. Una imperceptible brisa recorría el jardín. Un perfume suave inundaba la habitación. En ella un hombre, sentado en la silla y apoyado en el escritorio, mantenía su mirada perdida hacia la ventana.
Cualquiera que lo viera pensaría que estaba absorto en aquel paisaje. Atento a tanta belleza, contemplando la obra de Dios.
Pero no, no era así. La paz que existía en ese lugar se había convertido en una tormenta dentro de él. Por su mente se sucedían, sin parar, escenas de su vida.
En su corazón las preguntas se agolpaban una tras otra.
En sus manos la transpiración se hacía presente.
-¿Es esto Señor lo que vos querés?
¿Es esta mi cruz?...
Había llegado hasta aquí por su propia voluntad, cumpliendo ese ardiente deseo de servir a sus hermanos. Su convicción de hacer presente en este mundo deshumanizado una luz de esperanza.
Y ahí estaba. Angustiado, rodeado de gente y sólo a la vez. Asqueado. Perturbado. Herido por no sentir, ni siquiera, el afecto de sus hermanos de congregación.
A su vida le había encontrado un sentido. Vibraba ante el Proyecto de Jesús y la posibilidad de vivirlo en entrega generosa y total. Y pensaba: ¿Qué me queda de todo esto Señor? ¿Qué me queda?
De pronto alguien golpeó su puerta. Imprevistamente. Sorpresivamente. Hubo sobresalto. Por un instante no sabía que pasaba, dónde estaba, qué hacía.
Nuevamente dos golpes secos en la puerta.
- “Sí. Un momento”, gritó. Se puso de pie, respiró profundamente y se dirigió hacia la puerta. La abrió lentamente y se encontró con esa cara conocida, tantas veces vista, de su hermano de comunidad y con la otra, desconocida, que irradiaba por un lado temor, respeto, inquietud; y por el otro, juventud, lozanía, frescura propia de sus 24 años.
_” Ah! Eras vos? Entrá, entrá”. Aquella visita había sido anunciada. Un joven vendría a verlo porque quería hablar con él. Lo conocía de verlo en las misas, de escucharlo en esas homilías profundas y comprometidas.
Acercó el termo con el agua caliente, el mate, la yerba, que ya había preparado en su mesa esperando aquel encuentro.
Un olorcito dulce se instaló en esa habitación que hasta hace un instante era demasiado fría. Hubo chistes, de esos que se dicen para romper el hielo y la charla fue surgiendo amena, distendida, espontánea.
Hasta que llegó el momento, la razón de aquel encuentro, la pregunta directa que esperaba idéntica respuesta.
Aquel muchacho se estaba planteando consagrar su vida a Jesús mediante el sacerdocio. Tenía muchas cosas que preguntar. Estaba lleno de entusiasmo y sana curiosidad. ¿Cómo es esta vida? ¿Qué significa ser sacerdote? ¿Cómo se vive el carisma, la entrega?
Contó que desde chico sintió de manera especial la amistad de Jesús. Hubo momentos que lo marcaron especialmente. Recibir por primera vez el libro de la Palabra, prepararse para la Primera Comunión, aquel día que recibió a Jesús sacramentado. Su familia, papá y mamá y las oraciones que hacían juntos cada noche antes de dormir.
¡Y esa abuela… esa abuela que con sus dulces historias lo ayudaron a vivir, de manera más cercana, la presencia de Dios!
A través de sus catequistas descubrió a un Jesús comprometido con su tiempo, jugado por sus ideales, amigo de todas y de todos los que iban a su encuentro. Un Jesús preocupado por la justicia, la verdad, por honrar con su vida la vida de Dios.
Y así fue que un fin de semana, durante un retiro, sintió que algo ardía en su corazón. Confundido, emocionado, aturdido, aterrorizado, amando al máximo tardó un tiempo para descifrar lo que le había pasado. Sí, era el llamado que Jesús le hacía personalmente.
Mientras que el muchacho contaba esto el rostro de aquel sacerdote se iba iluminando. Esbozaba alguna sonrisa y recorría sin habérselo propuesto, su propia historia. Por un momento revivió su encuentro con Jesús. Aquel momento que sintió el mismo llamado a consagrar su vida al Señor como sacerdote.
Se emocionó tanto que a punto de confesarle al muchacho lo mal que se sentía, no pudo hacerlo. Calló, siguió cebando mate y más que nada escuchó. Solo al final del encuentro le dijo: “Si vos crees profundamente en lo que hacés, ganamos todos.” Esta frase caló hondo en él. Es que parecía que se lo decía a él mismo con su propia voz.
Se despidieron prometiéndose volverse a ver. Un apretón de manos, una palmada en el hombro y todo lo compartido sellaron una amistad que prometía crecer.
Y luego de acompañarlo hasta la puerta volvió a la habitación. El día brindaba un cálido atardecer. El agua del termo invitaba a un último mate. La oración llegó a sus labios sin darse cuenta y de cara al crucifijo agradeció aquel día. Había descubierto que a pesar de todo seguía en su interior aquel fuego que un día ardió en su corazón.
Aquella charla con ese joven se había convertido en una ráfaga de viento que hizo reavivar las llamas a punto de extinguirse.
Reconoció que en la vida hay momentos de crisis que bien llevadas ayudan a crecer.
Que la fidelidad se pone a prueba recién cuando existe la posibilidad de ser infiel. Y estos momentos coinciden cuando las llamas comienzan a apagarse.
Que el Señor no nos abandona y se manifiesta a través de tantos hermanos.
Que vale la pena vivir un Getsemaní para poder decir como Jesús: “Padre aleja de mí este cáliz, pero que no se cumpla mi Voluntad sino la tuya”; voluntad que no es otra que ser fieles a su Proyecto.
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